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jueves, 13 de noviembre de 2008

“El cielo no es azul, es verde… verde y blanco"

Publicado por kitsch




Gracias a este cielo, existente solo para ellos, donde encuentran sus oportunidades, sus gozos, sus alegrías y sus decepciones, es un mundo en donde se adentran solo los que tienen coraje, coraje de seguir una camiseta, de seguirla hasta el final, hasta sus últimos días. Es en este punto donde todo se convierte en un objeto preciado, un trapo con los colores que identifican a su equipo del alma, una camiseta, un gorro, todo se vuelve una insignia en donde marcarlo con el color de su pasión lo es todo.


Recorrer una a una las paredes que encierran el amor del hincha, es recorrer un museo lleno de sentimientos, de estrellas, de posters, de calendarios, de afiches, de banderas, de infinidad de cosas que a la vista de todos no es más que un montón de chécheres viejos y anticuados, y de objetos que sólo representan la obsesión y la falta de gusto de muchas de las personas que se desvelan por la pasión del fútbol, pero no… no lo es, esto es arte, desde el corazón , desde el alma de hincha que envuelve tantos sentimientos que pueden llenar un estadio de miles de personas llorando y sufriendo por una sola cosa, su equipo.
Esto los identifica, crea una identidad entre los mismo integrantes de las barras bravas, incluso sin importarles las repercusiones que esto les pueda traer a sus vidas cotidianas, ya que para ellos, semejante vida no existe, solo existen esas tardes de domingo en la que sin pensar cuanto hay en sus bolsillos, sacan las suficientes fuerzas para alentar, para gritar, saltar y cantar “vamos… vamos… mi verde …” 90 minutos, es en estos minutos en los que se sienten libres de expresar todo lo que les genera ser hinchas del Club Atlético Nacional, son estos personajes de los cuales estamos hablando, los que se hacen partícipes de nuestra historia, donde sus habitaciones son un templo verde con un sin número de recuerdos que se hacen presentes día a día con los mejores momentos de su equipo, los que lo hacen grande y superior a sus enemigos, llamados así por los mismos hinchas. Sus cuerpos dan fe de eso ya que llevan en si, las marcas de una guerra por defender a muerte una camiseta, una que otra rota como recuerdo de batalla, cicatrices por enfrentamientos que encierran celosamente momentos históricos al salir triunfadores de aquella disputa a muerte con su más acérrimo rival; también utilizan sus cuerpos para marcarlos con tinta, tinta imborrable como la pasión por su equipo, tatuándose hasta en el mas increíble de los casos toda su espalda, todo su torso, toda su cabeza o hasta todo su cuerpo, es en este punto donde todo se convierte en una excusa para expresar el amor por su equipo… bien decía un hincha: ” primero el verde, después mi mamá y de ahí para acá… todo lo que sea…


"¿Qué no está de moda qué?... ¿el escudo del Nacional en mi espalda, mi escudo?" Es que no es moda, y mucho menos rebeldía, es mostrar con admiración el poder de su existencia y como gratificación a todo aquel que su nombre invoca, a todo aquel que por su nombre mata. La pasión por el fútbol solo la pueden sentir aquellas personas que toda su vida han dejado parte de ella en ésto, en las barras, en las canchas, en el gol. Para muchos es fanatismo, pero para ellos no lo es... es amor, es identidad… ¡es pasión!




Desde la camisa del Nacional, hasta los bóxers, las sábanas, las toallas, los vasos, el reloj, el cuadro de las 8 estrellas, la piel, la cabeza y hasta el corazón, logran representar su gente, su pueblo, su familia, porque bien claro lo tienen y bien claro lo dicen: “Mis estudios y mi trabajo importan, pero mi familia importa más, y el Nacional, es mi familia”
El hincha no se hace por herencia, el hincha se hace por la pasión que cada día va descubriendo; como Pacho Zuluaga, un hincha de verdad, que viajó con tan solo 10 mil pesos a Cali, porque iba a ver jugar a su equipo, el Nacional, y en esta ocasión, contra el América, el partido fue un domingo, pero sus noches en esta ciudad se alargaron hasta el viernes y se volvieron eternas al verse obligado a recoger plata para su pasaje de vuelta, por sus calles salseras.

O como Santiago, “ el zarco “ que pertenece a las barras bravas del Nacional, y todos los días carga una bandera, gloriosa y victoriosa, que le han conseguido 4 puñaladas en su espalda y sus piernas, y no solo golpes ha dejado, también ha dejado atrás una carrera, Derecho en la Medellín, y todo por dedicarse única y exclusivamente a su equipo, a su afición, y con orgullo decía: “cuando mi equipo hace un gol, siento un orgasmo… Porque cuando lo meten, es como si me lo metieran a mi “.

También hay historias increíbles y majestuosas, como Sergio Mejía, el presidente de la barra de los ciegos ”Luz Verde”, que reúne cada domingo mas de 30 hinchas con las mismas condiciones para solo sentir la vibración de su equipo.

Es que sentir la pasión de ir al Estadio, sentir la alegría de gritar, de dar ánimo a su equipo del alma, cambian la estabilidad mental por el estado en que solo importa gritar hasta que la voz se ausente, se esfume, o hasta que la voz se una a las más de las 4800 voces que se unen por la misma pasión, el mismo sentimiento, donde no importa el color de piel, tan solo el de la camisa.
Y es que el Nacional huele a pólvora, huele a marihuana y de la más verde, y en cada lugar de la ciudad se proclama su nombre, e inundan las calles las personas que cada día sorprenden con sus excentricidades, con sus locuras para muchos (pero no para ellos), como algunas de las porristas, que besan a un hombre con solo saber que son hinchas del mismo verde.
Como dice Daddy Yankee, el poeta, “después del primero, todos son últimos”
“Cuando me muera quiero mi cajón pintando de verde y blanco como mi corazón"
Porque ésto huele a victoria, sabe a gloria, tiene visión de campeón y solo se escuchan los goles por la pasión de sentir la copa...

Semillaz

Publicado por kitsch



José le preguntó la hora a una señora que cruzaba el camino de su vida, un día jueves después de uno de sus nuevos talleres de escultura. Él no acostumbraba preguntar la hora, ni tenía reloj, no le gustaba ser esclavo de nada, menos de algo que lo terminaba matando en sí. Al encender las luces callejeras de color naranja se marcaba la tarjeta de su segundo trabajo y José caminaba las diez cuadras de su taller al parque Lleras. Estas diez cuadras eran el tiempo que él le dedicaba a su familia la cual ya solamente existía en su pensamiento debido a la separación de su esposa y el desplazamiento de sus hijos, que a través del arte los había logrado convertir en profesionales independientes y sólidos.
A las ocho de la noche el parque Lleras se empezaba a llenar, los “hippies” en sus puestos ya organizados y ofreciendo de sus mercados creaban un ambiente único, se empezaba a sentir el olor a alcohol y una mezcolanza de colonias y perfumes, un olor al que José después de tanto tiempo no se había podido acostumbrar, refiriéndose al olor como algo raro. El bullicio de los carros y la música que proviene de todos los rumbeaderos creaban un ruido del cual solo se puede entender un chis pun mientras cada uno va en su cuento, muchos a quitarse el estrés que les produce el recorrido de la semana; rumbeando, tomando, los Emos a mostrar la ropita nueva y otros a ganarse la vida, ahí sentados vendiendo artesanías con una sonrisa y una palabra de ánimo para la gente que pasaba por ahí. Hace veinte años estaban ahí sentados con su arte, en un lugar donde en realidad no cuadraban y que para cualquier otra persona, a lo mejor, todavía está fuera de contexto. Pero si llegaran una día a faltar para la gente de Medellín el parque Lleras perdería su esencia.
José Antonio también conocido por sus compañeros como “semillas” por su anterior dedicación a trabajar con ellas, está sentado tejiendo su cinturón de cuero a mano con cuidado y mucho amor, observando toda la gente que pasa a su alrededor. Con un poco de angustia y frustración dice, “llevo horas haciendo esta correa y la gente se enoja porque cobro 25 lucas, que valoren el trabajo” y aún sigue en lo suyo, tejiendo, pero a José no le importa la plata " yo no vivo de eso”, el dice “hay seres que son tan pobres que no tienen sino dinero”, el sólo espera que su trabajo sea valorado. Es algo que le duele pero no lo roba de su felicidad, una felicidad con un sabor muy distinguido a libertad y pasión que lo esclavizará toda su vida nocturna.


Chaza, arte callejero

Publicado por kitsch



Chaza- así lo conocen sus amigos- Nelson Calderón está allí, parado ante un semáforo cerca del centro comercial Unicentro de la ciudad de Medellín. El día está frío no tan soleado para un trabajo continuo de malabares, la nubes negras empiezan a apoderarse del cielo, derramando leve lluvia sobre el pavimento, el flujo de carros cada vez aumenta y los pitos sonoros de éstos no parecen encontrar fin. Chaza está emocionado, cada pito parece alegrarlo, y dice en voz alta: “Hoy sí es el día”. En una incesante actitud, espera que el semáforo muestre esa luz roja señalando que su trabajo debe comenzar. Sólo lo acompañan sus clavas, su gran implemento de trabajo como él mismo dice: “¿éstas? Estas son mis clavas, son mis parceras, son las que me dan de comer” y con una carcajada pronunciada acababa diciendo “ah es que estas clavas son todo para mí”.
Allí en uno de los semáforos del cruce vehicular se suma otro artista, él revela más años que Nelson, su cara está totalmente maquillada, su vestuario blanco y amarillo con telas colgadas muestra más preparación que una misma guerra avisada y lleva consigo tres sombreros y un perro negro con manchas amarillas mucho más arreglado y perfumado que él. Está ahí, haciendo su espectáculo con sus sombreros, su perro con un baile poco peculiar se sostiene en sus patas traseras esperando que su amo termine su acto artístico.
Chaza ya no está tan sonriente, su actitud cambia, su cara revela angustia, al parecer la presencia del artista con sombreros no es de su agrado, es totalmente distante y lo único que menciona es su afán por conseguir dinero e ir al semáforo a contemplar y jugar con sus “parceras”. Cada luz verde es una oportunidad para que Nelson mencione esos lugares donde se reúne con sus amigos, con sus parceros, “sí, esos que hacen arte como yo, para muchos sin razón y para nosotros dueña de nuestra pasión y por supuesto dueña de nuestro alimento” y ríe a carcajadas, cada anécdota es una celebración constante para él, como si estuviera solo y fuera payaso solitario, no le importa si los demás le encuentran gracia a sus cosas porque él siempre les encuentra agrado y es lo netamente importante.

La Red Juvenil es el lugar del que Chaza habla con tanto fervor y al que invita a conocer como un refugio de cultura y arte.
Está allá, en el centro de la cuidad, muy cerca de las Torres de Bomboná, y sin embargo totalmente desconocida para todos.
Allí es, aproximadamente a tres cuadras de la Torres. Su fachada es totalmente alegre y transmite más euforia y revolución que un mismo Ejército. Sus colores fuertes en la pared y sus dibujos como dos armas dibujadas en la parte superior de la puerta o instrumentos musicales en un fondo verde con plantas decoradas dan a conocer y hacen resaltar ese lugar de los demás, ese sitio tan desconocido para tantos y tan agradable para tan pocos. La puerta, grande y en madera acabada, se encuentra cerrada, pero un golpe fuerte se escucha adentro. Cuando se abre la reja y el portón, se asoma un hombre moreno, pequeño aproximadamente de un metro con sesenta y cinco centímetros de estatura, con perforaciones en sus orejas y cara, con ropa ajustada y totalmente emparchada en símbolos de Anarquía, sí, ahí está, es Chaza con la cresta en el cabello más pronunciada que nunca. Nelson, con una sonrisa enorme saluda a todos, como el rey de la fiesta, como el amigo del pueblo invita a recorrer este lugar. El olor a viejo y escondido es evidente y se combina con el olor fuerte de la pintura que estaban utilizando para la pared, cada rincón está forrado en calcomanías protestantes, sobre política, las paredes pintadas de colores vivos no pueden tapar lo antiguo y acabado que está es lugar y de ellas cuelgan cuadros con el mismo contenido de las calcomanías, protestas y más protestas. Los corredores parecen inundados de jóvenes artistas, cada uno practicando sus malabares y sonriendo a todo el que pasa, sólo se escucha murmullos, al parecer todos están metidos en su cuento y respetan el silencio del lugar. Ahí en el rinconcito al lado de la llamada recepción está la sala para los invitados con unos sofás más deteriorados de lo normal y también en colores vivos azul y amarillo que se hacen acogedores según Chaza.
Su actitud parece haber cambiado, sus clavas ya no lo acompañan, su discurso es extenso y preparado, ya no habla de su labor en los semáforos, ahora habla de su revolución constante, de sus disgustos políticos, y sobretodo, de sus luchas contra las injusticias de los más poderosos. No se escucha tan convencido al hablar de su trabajo como fuente de sostenimiento y alimentación. Nelson habla, habla, cada vez más, está feliz mencionando sus labores políticas. En un ir y venir saluda a todos sus amigos que llegan al lugar (rastas, punkeros, rockeros) y continúa hablando, mueve sus manos manotea un libro negro, delgado y pequeño, además en su afán por hablar de injusticias y revolución seca su garganta cada segundo más. Al final menciona sus clavas, en una especie de actitud poco entendible. Corre al parecer por ellas, en un instante está allí, en el patio de esta casa tan antigua estructuralmente pero con un ambiente impresionantemente juvenil. Chaza está feliz lanzando sus “parceras” color fucsia totalmente encendido, está inquieto, su cuerpo lo delata, vuelve a tomar asiento y retoma su discurso, ahora puede hablar de malabares, ahora quiere contar lo bien pago que es este trabajo con dedicación. Habla del semáforo cerca a la treinta y tres y dice: “ahí me conseguí Cien mil pesos “ y mueve la cabeza como diciendo que no todos los días son así, “ hay días flojos donde me gano más o menos veinte mil o treinta mil pesos “ con cara de preocupación menciona que del en el sitio que esté ubicado dependerán sus ingresos. “El barrio Laureles es un buen lugar para recoger dinero”

“¿Los malabares? Los malabares son artes, son únicos, y sí, las clavas son fuentes de recursos y sostenimiento, para mí es rico poder unir pasión y dinero” y terminó con la misma carcajada que lo hizo sobresalir en todo su discurso.


NEÓN, la luz de una iglesia

Publicado por kitsch






La iglesia era lúgubre. Al entrar por una puerta secundaria de madera pesada y oscura, con decoraciones bizantinas, que daba hacia la calle, la diferencia entre el interior de la iglesia y el mundo exterior se hacía evidente, era semejante a la que hay entre el blanco y el negro. El ambiente era sobrio, las bancas de madera vacías miraban todas hacia el centro de la iglesia, como observando las últimas liturgias que el cura proporcionaba a los pocos feligreses presentes en misa.
Al finalizar, el Padre recogió los santos utensilios mientras los escasos creyentes buscaban la luz física atravesando el piso embaldosado, persignándose al pasar por la Virgen de los Dolores y cruzando, aliviados, las pesadas puertas que llevaban a la vida real. Todo esto se llevó a cabo en un mutismo que se engrandecía por la oscuridad de la iglesia, las puertas cerradas y la poca cantidad de vida humana que allí se encontraba. La enormidad y la decoración de la iglesia la hacían parecer sacada de una época donde los creyentes abundaban y lo santo era de incumbencia de todos. Pero había algo en medio de ese pasado que revelaba la verdadera época en que se situaba aquella pequeña catedral.

El último creyente que quedaba, al ver que el Padre ya se iba, caminó hacia el altar más iluminado de la iglesia, el único altar iluminado de la iglesia, y allí junto a la prueba más fehaciente del siglo XXI, en medio de los recuerdos del siglo XIII, se confesó.
Las luces de neón abrazaban con pasión los arcos que rodeaban a los tres santos. Era lo único vivo y alegre en aquel santuario dormido por el olvido, la oscuridad y la hora en la cual tanto santos como pecadores anhelan almorzar y tomar una siesta.
Al terminar la confesión, el joven recién perdonado se quedó observando el altar y absorbiendo el ambiente que este propiciaba. La iluminación difería completamente de aquella provista tacañamente por los débiles rayos de sol que penetraban las ventanas situadas en lo más alto de la iglesia y que eran opacadas por el polvo que se interponía entre ellos y sus receptores.
La luz de este altar era precisa, fulminante y directa, pero no se extendía muy lejos ni buscaba revelar rincones escondidos como lo hacía el sol. La sensación de estar cara a cara con los personajes del altar, con el corazón, el alma y sus hechos al desnudo era producida únicamente en ese lugar de la iglesia. Ningún otro vulneraba tanto a su observador.

El aire olía a misterio. El joven buscó razones para las cuales las luces pudieran haber sido puestas ahí, pero solo se encontró de frente con el olor a secreto que despedían esas luces blancas, brillantes y fuera de lugar. Parecían fuera de lugar por la modernidad e inmediatez que imponían en aquel santuario del pasado.
Pero justo en el momento en que las luces iban a susurrarle ese secreto tan codiciado al joven, el Padre, sin el más mínimo escrúpulo, las apagó, el secreto se perdió para siempre y aquel que esperaba oírlo, sentirlo, saborearlo y que estaba completamente desposeído de defensas para el espíritu, sintió cómo se esfumaban los labios de aquel altar que lo había convencido de que se acercara para heredar lo desconocido.

Exhaló un suspiró de decepción mezclado un tintes de alivio culpable, pero la incógnita seguía ahí y lo impulsó a preguntarle al Padre la razón de ser de aquella decoración tan excéntrica. El padre parecía no oírle y se alejaba rápidamente mientras vociferaba quejas de hambre y cansancio, disimuladas entre repetidos “tus pecados te son perdonados”. Al final, después de tanta insistencia, se volteó y le dijo al joven, “no sé nada de esas luces, ahí están, pero las van a quitar”.
El joven quería insistir, pero el padre solo le respondía, “no sé, no sé, no sé nada”, mientras que dirigía al joven sutilmente hacia la puerta principal de la iglesia. Lo despidió abruptamente con la frase “ya están cerrando las puertas”, se dio media vuelta, haciendo girar su túnica franciscana y se fue caminando hacia una pequeña puerta en el rincón más profundo y oscuro del templo sagrado.
El muchacho fue despedido en la puerta por dos laicos bastante comprometidos quienes le explicaron que el padre tenía hambre, y que frente a eso no había manera de luchar.

El impacto de la luz solar sobre el pavimento y el reflejo que este causaba hacían cerrar los ojos al salir de la iglesia, pero se hacía con un poco de alivio pues el sentimiento de libertad que inundaba el corazón era innegable. El hecho de ser invitado al interior de la iglesia por una puerta trasera a medio cerrar y ser despedido por la puerta principal, creó la sensación de prohibición hacia la iglesia, como si allí no quisieran visitas y que de ahí era mejor salir que entrar.
La brillantez de la calle con el sonido automático de los buses y carros creaban un túnel que halaba irremediablemente de vuelta al presente y el olor a pan recién horneado atrajo al joven y borró el olor a misterio de su nariz.

José, uno de los laicos que servía en la iglesia, salió de aquel lugar, que para él era un refugio del calor diurno, y se dirigió a la pequeña cafetería que quedaba al frente de la iglesia, al otro lado del callejón. Él sabía el secreto de las luces, ellas se lo habían contado cuando él, meses atrás, se había parado en el mismo punto que el joven, con la contundente diferencia de que nadie había cortado tan bruscamente el encantamiento que transmitía aquel codiciado conocimiento.
Mientras comía pensaba con nostalgia en aquel momento y recordó el día en que el Padre Superior había dado la orden de instalar aquellos mensajeros del presente en medio de tantos representantes de un pasado ya olvidado, que solo vivía en aquella iglesia.
La iluminación que producían era algo nunca antes visto por los feligreses de aquella parroquia, en su mayoría, ancianos. Desde ese momento las suplicas y los rezos a ese altar aumentaron notablemente y llenaba la iglesia de una vida que no había tenido hasta entonces.

Pero el Padre Superior cambió, y el nuevo era un joven severo quien ordenó quitar esas luces que “solo gastaban energía”. José se preguntaba por qué el Padre no era capaz de percibir la misteriosa presencia que habitaba en forma de luz de neón en ese altar. El Padre le había prometido a José que pondría lámparas fluorescentes, parecidas a las que habían, pero José sabía que nunca sería igual, que la paz que daban las luces de neón a los fieles que rezaban en ese altar se perdería para siempre, disolviéndose en la fría oscuridad del misterio que envolvía a esa iglesia del pasada, que había visitado temporalmente la vida real con la presencia de aquellas luces, emisarias de un tiempo futuro al resto de la edificación.

José jamás reveló el secreto y lo atesoró en lo más profundo de su corazón, protegiéndolo del transcurrir del tiempo y del olvido. Un día, el joven que había sido robado del secreto por la violencia del hambre del Padre, le preguntó a José qué era aquello que estuvo a punto de ser tatuado en su corazón y que no lo fue por un percance de horarios. Pero José solo bajó la mirada y respondió afanadamente: “No sé, no sé, no sé nada”.

Terminal Medellín

Publicado por kitsch








Viernes 31 de octubre, Juan Camilo se levanta, como de costumbre, a las 5:20 a.m. para iniciar su recorrido diario en su querido bus. En él recorre gran parte de la ciudad, sale de la Universidad de Medellín, pasa por todo el centro, al llegar a la minorista descansa un rato y después va hacia laureles y el poblado. Juan Camilo pasa quince horas de lunes a viernes en su bus, haciendo estos recorridos, y no se aburre pues el bus es como un reflejo de él, o más bien su segundo hogar. Pero hoy todo será muy diferente, Juan Camilo se va a tomar unas merecidas vacaciones a Santa Marta, a conocer el mar con su hijo de cinco años y su novia de veinte.

El bus de Juan Camilo es muy particular, tal como su personalidad colorida, extrovertida, intentando siempre sacar una sonrisa de quien se acerca a él. Ese bus refleja sus sentimientos, sus pasiones en la vida, como las mujeres, el bus esta lleno de stickers y figuritas de lata de pequeñas mujeres. Por este motivo Juan Camilo no se casó, por ellas, piensa que las mujeres son muy lindas como para anclarse a una, mas no deja sola a la suya, la madre de su hijo, la más especial para él, pues le dio el mejor regalo de su vida.


Todos los días Juan Camilo ve a su derecha el nombre de su pequeño, pegado en una ventanilla, en un gran sticker de color amarillo rechinante, el recordar a su hijo en cada momento es lo que le da el ánimo para seguir trabajando. La Virgen del Carmen siempre está presente, la tiene pegada en una ventanilla, en ella deposita toda su confianza, pues es su patrona, la de los conductores, la que lo cuida día y noche. Juan Camilo ha trabajado arduamente en la decoración de su bus, sacando dinero de su bolsillo para engallarlo, “Lo arreglo así para que la gente se sienta bien y le parezca lindo”.Y es que no falta quien se sorprenda y sonría al presionar el timbre para que pare y en vez de escuchar el sonido clásico escuche un silbido, como cuando uno llama a alguien, o no falta el que admire la bolita de billar en la barra de cambios, otra de las pasiones de Juan Camilo.


Hoy no va a trabajar, pero Juan Camilo está en su bus, desde las 6 de la mañana arreglándolo, pues está presentando algunas fallas desde hace un tiempo y no se puede ir dejándolo así. El bus ya está muy viejo, la cojinería rota y el olor a cuero desgastado no son opacados por su pintoresca decoración, es un bus de los años 80, un bus que ya debe pasar a la historia. Juan Camilo lo conduce desde 1995, “Me lo entregaron como una mujer que ya perdió la virginidad, pero jah este bus era hermoso, si estaba lleno de luces de neón”. Juan Camilo mira su bus con cierta melancolía, ya le avisaron que en estos días se lo van a convertir en chatarra.

A las 9 a.m Juan Camilo se va de afán a recoger a su familia para irse al paseo, y se despide de su bus, pensando que van a ser muy pocas las veces en las que se vuelva a sentar en su silla peluda, que confieza, a veces le sofocaba un poco, pero hacía el sacrificio por la decoración del bus, se despide de su segundo hogar, que guarda toda su escencia y que dentro de poco ya no va a existir más.