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jueves, 13 de noviembre de 2008

NEÓN, la luz de una iglesia

Publicado por kitsch






La iglesia era lúgubre. Al entrar por una puerta secundaria de madera pesada y oscura, con decoraciones bizantinas, que daba hacia la calle, la diferencia entre el interior de la iglesia y el mundo exterior se hacía evidente, era semejante a la que hay entre el blanco y el negro. El ambiente era sobrio, las bancas de madera vacías miraban todas hacia el centro de la iglesia, como observando las últimas liturgias que el cura proporcionaba a los pocos feligreses presentes en misa.
Al finalizar, el Padre recogió los santos utensilios mientras los escasos creyentes buscaban la luz física atravesando el piso embaldosado, persignándose al pasar por la Virgen de los Dolores y cruzando, aliviados, las pesadas puertas que llevaban a la vida real. Todo esto se llevó a cabo en un mutismo que se engrandecía por la oscuridad de la iglesia, las puertas cerradas y la poca cantidad de vida humana que allí se encontraba. La enormidad y la decoración de la iglesia la hacían parecer sacada de una época donde los creyentes abundaban y lo santo era de incumbencia de todos. Pero había algo en medio de ese pasado que revelaba la verdadera época en que se situaba aquella pequeña catedral.

El último creyente que quedaba, al ver que el Padre ya se iba, caminó hacia el altar más iluminado de la iglesia, el único altar iluminado de la iglesia, y allí junto a la prueba más fehaciente del siglo XXI, en medio de los recuerdos del siglo XIII, se confesó.
Las luces de neón abrazaban con pasión los arcos que rodeaban a los tres santos. Era lo único vivo y alegre en aquel santuario dormido por el olvido, la oscuridad y la hora en la cual tanto santos como pecadores anhelan almorzar y tomar una siesta.
Al terminar la confesión, el joven recién perdonado se quedó observando el altar y absorbiendo el ambiente que este propiciaba. La iluminación difería completamente de aquella provista tacañamente por los débiles rayos de sol que penetraban las ventanas situadas en lo más alto de la iglesia y que eran opacadas por el polvo que se interponía entre ellos y sus receptores.
La luz de este altar era precisa, fulminante y directa, pero no se extendía muy lejos ni buscaba revelar rincones escondidos como lo hacía el sol. La sensación de estar cara a cara con los personajes del altar, con el corazón, el alma y sus hechos al desnudo era producida únicamente en ese lugar de la iglesia. Ningún otro vulneraba tanto a su observador.

El aire olía a misterio. El joven buscó razones para las cuales las luces pudieran haber sido puestas ahí, pero solo se encontró de frente con el olor a secreto que despedían esas luces blancas, brillantes y fuera de lugar. Parecían fuera de lugar por la modernidad e inmediatez que imponían en aquel santuario del pasado.
Pero justo en el momento en que las luces iban a susurrarle ese secreto tan codiciado al joven, el Padre, sin el más mínimo escrúpulo, las apagó, el secreto se perdió para siempre y aquel que esperaba oírlo, sentirlo, saborearlo y que estaba completamente desposeído de defensas para el espíritu, sintió cómo se esfumaban los labios de aquel altar que lo había convencido de que se acercara para heredar lo desconocido.

Exhaló un suspiró de decepción mezclado un tintes de alivio culpable, pero la incógnita seguía ahí y lo impulsó a preguntarle al Padre la razón de ser de aquella decoración tan excéntrica. El padre parecía no oírle y se alejaba rápidamente mientras vociferaba quejas de hambre y cansancio, disimuladas entre repetidos “tus pecados te son perdonados”. Al final, después de tanta insistencia, se volteó y le dijo al joven, “no sé nada de esas luces, ahí están, pero las van a quitar”.
El joven quería insistir, pero el padre solo le respondía, “no sé, no sé, no sé nada”, mientras que dirigía al joven sutilmente hacia la puerta principal de la iglesia. Lo despidió abruptamente con la frase “ya están cerrando las puertas”, se dio media vuelta, haciendo girar su túnica franciscana y se fue caminando hacia una pequeña puerta en el rincón más profundo y oscuro del templo sagrado.
El muchacho fue despedido en la puerta por dos laicos bastante comprometidos quienes le explicaron que el padre tenía hambre, y que frente a eso no había manera de luchar.

El impacto de la luz solar sobre el pavimento y el reflejo que este causaba hacían cerrar los ojos al salir de la iglesia, pero se hacía con un poco de alivio pues el sentimiento de libertad que inundaba el corazón era innegable. El hecho de ser invitado al interior de la iglesia por una puerta trasera a medio cerrar y ser despedido por la puerta principal, creó la sensación de prohibición hacia la iglesia, como si allí no quisieran visitas y que de ahí era mejor salir que entrar.
La brillantez de la calle con el sonido automático de los buses y carros creaban un túnel que halaba irremediablemente de vuelta al presente y el olor a pan recién horneado atrajo al joven y borró el olor a misterio de su nariz.

José, uno de los laicos que servía en la iglesia, salió de aquel lugar, que para él era un refugio del calor diurno, y se dirigió a la pequeña cafetería que quedaba al frente de la iglesia, al otro lado del callejón. Él sabía el secreto de las luces, ellas se lo habían contado cuando él, meses atrás, se había parado en el mismo punto que el joven, con la contundente diferencia de que nadie había cortado tan bruscamente el encantamiento que transmitía aquel codiciado conocimiento.
Mientras comía pensaba con nostalgia en aquel momento y recordó el día en que el Padre Superior había dado la orden de instalar aquellos mensajeros del presente en medio de tantos representantes de un pasado ya olvidado, que solo vivía en aquella iglesia.
La iluminación que producían era algo nunca antes visto por los feligreses de aquella parroquia, en su mayoría, ancianos. Desde ese momento las suplicas y los rezos a ese altar aumentaron notablemente y llenaba la iglesia de una vida que no había tenido hasta entonces.

Pero el Padre Superior cambió, y el nuevo era un joven severo quien ordenó quitar esas luces que “solo gastaban energía”. José se preguntaba por qué el Padre no era capaz de percibir la misteriosa presencia que habitaba en forma de luz de neón en ese altar. El Padre le había prometido a José que pondría lámparas fluorescentes, parecidas a las que habían, pero José sabía que nunca sería igual, que la paz que daban las luces de neón a los fieles que rezaban en ese altar se perdería para siempre, disolviéndose en la fría oscuridad del misterio que envolvía a esa iglesia del pasada, que había visitado temporalmente la vida real con la presencia de aquellas luces, emisarias de un tiempo futuro al resto de la edificación.

José jamás reveló el secreto y lo atesoró en lo más profundo de su corazón, protegiéndolo del transcurrir del tiempo y del olvido. Un día, el joven que había sido robado del secreto por la violencia del hambre del Padre, le preguntó a José qué era aquello que estuvo a punto de ser tatuado en su corazón y que no lo fue por un percance de horarios. Pero José solo bajó la mirada y respondió afanadamente: “No sé, no sé, no sé nada”.